sábado, 10 de noviembre de 2012

Las tres Bogotá



Por: Nicolás Pernett

La historia va dejando capas encima de los objetos que toca. Los campos, edificios y personas que vemos todos los días esconden debajo de su apariencia siglos o milenios de eventos que, para bien o para mal, los han marcado. La ciudad de Bogotá no es la excepción a esta regla. La historia de la capital aparece con toda su fuerza y permanencia en casi todos los aspectos, físicos y culturales, de su entorno físico y humano. Para el que la observa de cerca, Bogotá no es una, es muchas, pero es principalmente tres, que se superponen en una misma ciudad esculpida por un pasado milenario.

La primera Bogotá que aún respira por debajo de las capas de cemento y de influencias extranjeras es la Bogotá indígena, la tierra que los Muiscas llamaban “Bacatá”, la fértil tierra de labranza, surcada de lagunas y nacimientos de agua de todo tipo. Ésta fue la primera Bogotá que existió, y aunque en la época prehispánica nunca existió en la Sabana Cundiboyacense una única ciudad que albergara tanta población y poder como Tenochtitlán o Cuzco en Centroamérica o Perú, sí hubo varios poblados desperdigados pero unificados bajo un Estado organizado bajo la influencia de los zipas y los zaques. Ese mundo antiguo, nacido del vientre de Bachué y de las enseñanzas de Bochica, todavía se adivina en los rasgos de tantos bogotanos y bogotanas que, a pesar de la vergüenza por nuestro pasado indígena que nos inculcó la colonización europea, no pueden negar sus rasgos afilados, anchos y hermosos, propios de los chibchas. 

Todavía los siglos de vida indígena están en los habitantes actuales, en sus juegos y bebidas, en sus supersticiones y temores mitológicos, en sus toponímicos y apellidos, y quién puede mirar los imponentes cerros orientales de la ciudad sin sentir el mismo asombro antiguo que debieron sentir los primeros pobladores de esta tierra. Esta primera Bogotá aún se mantiene, pero no sólo en la maravilla de sus ornamentos en oro, ni en la valoración de un pasado heroico del pueblo indígena vencido, sino en los millones de personas que aún caminan, sépanlo o no, quiéranlo o no, con sangre muisca entre las venas.

La segunda Bogotá es más conocida y valorada, es la Bogotá española, la “Santafé”  de herencia europea, que nos dejó una religión, un idioma y miles de comportamientos cotidianos. En ella está el arte y la cultura europea que se encuentran a cada paso de un barrio como La Candelaria, en ella están los mismos edificios y los mismos vicios administrativos del gobierno impuesto por la Corona española en la Nueva Granada, y en ella están los tonos pálidos de la piel y las inflexiones y expresiones del lenguaje que recuerdan a los habitantes de la Península Ibérica.

Todavía en la señorial Santafé, al igual que en la época de la Colonia, el mejor modo de movilidad social es a través de la “economía de las gracias”, en la que las maneras cortesanas y los amigos cercanos pueden llevar más lejos en la vida que el más grande de los talentos; y aún se vive las dos morales propias de las sociedades barrocas, que mientras en el día se declaran consagradas a las sagradas palabras y a las narraciones épicas, en lo oscuro acometen las más bajas pasiones y torcidas inclinaciones, propias de la más pícara de las novelas picarescas.  A pesar de que hace muy poco celebramos doscientos años de independencia política de España, lo cierto que es que en muchos aspectos de la vida cultural seguimos siendo tan españoles como los hijos de don Pelayo.

Y la última Bogotá que uno puede encontrar latiendo en la Bogotá de todos los días es la que puede llevar propiamente ese nombre, la mestiza, la multicultural, la internacional. Esta última ciudad es la más reciente, pues hasta hace algunas pocas décadas era muy difícil remontar las escarpadas montañas de los Andes para visitar la capital más incomunicada de América. Pero una vez se abrieron nuevas carreteras y rutas aéreas, a la ciudad empezaron a llegar gentes de todas partes. Primero fueron las familias provenientes de todas las regiones del país, que llegaron por oleadas a Bogotá, bien fuera huyendo de la violencia que desde hace tanto tiempo asola nuestros campos, o bien fuera buscando nuevas oportunidades para trabajar o para estudiar en el centro político y cultural del país.

También llegaron a ella los migrantes de todas partes del mundo, algunos se quedaron de por vida y otros llegaron a convertirse en trabajadores que hicieron tanto o más por la ciudad que los mismos nacionales. Estas nuevas corrientes migratorias han traído nuevos aires a la ciudad y ha relajado muchas de las costumbres que los antiguos “cachacos” veían como imposibles de cambiar. En la Bogotá multicultural se habla con todos los acentos y a veces en varios idiomas, y ya no escandaliza a nadie ver todos los rasgos y razas de la Tierra caminando por la Carrera Séptima.

Tres Bogotá distintas en una sola ciudad verdadera, tres momentos históricos entremezclados con el tiempo de vida de los casi ocho millones de habitantes actuales, tres antepasados y antepresentes que constituyen lo que Bogotá ha sido y será. Todos los que en ella vivimos tenemos algo de una de las tres, pero más probablemente seremos una mezcla de este triunvirato histórico y social que nos constituye.            

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