Por: Nicolás
Pernett
La historia va
dejando capas encima de los objetos que toca. Los campos, edificios y personas
que vemos todos los días esconden debajo de su apariencia siglos o milenios de
eventos que, para bien o para mal, los han marcado. La ciudad de Bogotá no es
la excepción a esta regla. La historia de la capital aparece con toda su fuerza
y permanencia en casi todos los aspectos, físicos y culturales, de su entorno
físico y humano. Para el que la observa de cerca, Bogotá no es una, es muchas,
pero es principalmente tres, que se superponen en una misma ciudad esculpida
por un pasado milenario.
La primera
Bogotá que aún respira por debajo de las capas de cemento y de influencias
extranjeras es la Bogotá indígena, la tierra que los Muiscas llamaban “Bacatá”,
la fértil tierra de labranza, surcada de lagunas y nacimientos de agua de todo
tipo. Ésta fue la primera Bogotá que existió, y aunque en la época prehispánica
nunca existió en la Sabana Cundiboyacense una única ciudad que albergara tanta
población y poder como Tenochtitlán o Cuzco en Centroamérica o Perú, sí hubo
varios poblados desperdigados pero unificados bajo un Estado organizado bajo la
influencia de los zipas y los zaques. Ese mundo antiguo, nacido del vientre de
Bachué y de las enseñanzas de Bochica, todavía se adivina en los rasgos de
tantos bogotanos y bogotanas que, a pesar de la vergüenza por nuestro pasado
indígena que nos inculcó la colonización europea, no pueden negar sus rasgos
afilados, anchos y hermosos, propios de los chibchas.
Todavía los
siglos de vida indígena están en los habitantes actuales, en sus juegos y
bebidas, en sus supersticiones y temores mitológicos, en sus toponímicos y
apellidos, y quién puede mirar los imponentes cerros orientales de la ciudad sin
sentir el mismo asombro antiguo que debieron sentir los primeros pobladores de
esta tierra. Esta primera Bogotá aún se mantiene, pero no sólo en la maravilla
de sus ornamentos en oro, ni en la valoración de un pasado heroico del pueblo
indígena vencido, sino en los millones de personas que aún caminan, sépanlo o
no, quiéranlo o no, con sangre muisca entre las venas.
La segunda
Bogotá es más conocida y valorada, es la Bogotá española, la “Santafé” de herencia europea, que nos dejó una
religión, un idioma y miles de comportamientos cotidianos. En ella está el arte
y la cultura europea que se encuentran a cada paso de un barrio como La
Candelaria, en ella están los mismos edificios y los mismos vicios
administrativos del gobierno impuesto por la Corona española en la Nueva
Granada, y en ella están los tonos pálidos de la piel y las inflexiones y
expresiones del lenguaje que recuerdan a los habitantes de la Península Ibérica.
Todavía en la
señorial Santafé, al igual que en la época de la Colonia, el mejor modo de
movilidad social es a través de la “economía de las gracias”, en la que las
maneras cortesanas y los amigos cercanos pueden llevar más lejos en la vida que
el más grande de los talentos; y aún se vive las dos morales propias de las
sociedades barrocas, que mientras en el día se declaran consagradas a las
sagradas palabras y a las narraciones épicas, en lo oscuro acometen las más
bajas pasiones y torcidas inclinaciones, propias de la más pícara de las
novelas picarescas. A pesar de que hace
muy poco celebramos doscientos años de independencia política de España, lo
cierto que es que en muchos aspectos de la vida cultural seguimos siendo tan
españoles como los hijos de don Pelayo.
Y la última
Bogotá que uno puede encontrar latiendo en la Bogotá de todos los días es la
que puede llevar propiamente ese nombre, la mestiza, la multicultural, la
internacional. Esta última ciudad es la más reciente, pues hasta hace algunas
pocas décadas era muy difícil remontar las escarpadas montañas de los Andes
para visitar la capital más incomunicada de América. Pero una vez se abrieron
nuevas carreteras y rutas aéreas, a la ciudad empezaron a llegar gentes de
todas partes. Primero fueron las familias provenientes de todas las regiones
del país, que llegaron por oleadas a Bogotá, bien fuera huyendo de la violencia
que desde hace tanto tiempo asola nuestros campos, o bien fuera buscando nuevas
oportunidades para trabajar o para estudiar en el centro político y cultural
del país.
También llegaron
a ella los migrantes de todas partes del mundo, algunos se quedaron de por vida
y otros llegaron a convertirse en trabajadores que hicieron tanto o más por la
ciudad que los mismos nacionales. Estas nuevas corrientes migratorias han
traído nuevos aires a la ciudad y ha relajado muchas de las costumbres que los
antiguos “cachacos” veían como imposibles de cambiar. En la Bogotá
multicultural se habla con todos los acentos y a veces en varios idiomas, y ya
no escandaliza a nadie ver todos los rasgos y razas de la Tierra caminando por la
Carrera Séptima.
Tres Bogotá
distintas en una sola ciudad verdadera, tres momentos históricos entremezclados
con el tiempo de vida de los casi ocho millones de habitantes actuales, tres
antepasados y antepresentes que constituyen lo que Bogotá ha sido y será. Todos
los que en ella vivimos tenemos algo de una de las tres, pero más probablemente
seremos una mezcla de este triunvirato histórico y social que nos constituye.
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