martes, 10 de diciembre de 2013

DECLARACIÓN UNIVERSAL DE LOS DERECHOS HUMANOS



El 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó y proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El documento consta de un preámbulo y treinta artículos que recogen derechos de carácter civil, político, social, económico y cultural. Esta manifestación de los países miembros tuvo el propósito de exaltar el espíritu humano, en la búsqueda del reconocimiento de la dignidad. El fin concreto fue prevenir y evitar los actos de crueldad y de barbarie, como aquellos sufridos por la humanidad en el pasado, especialmente durante la Segunda Guerra Mundial.
El Consejo Económico y Social de Naciones Unidas creó la Comisión de Derechos Humanos. A este organismo, estructurado con 18 representantes de estados miembros de la organización, se le encomendó la elaboración de una serie de instrumentos para la defensa de los derechos humanos. Dentro de la Comisión se creó un Comité formado por ocho miembros. El proyecto de Declaración se sometió a votación el 10 de diciembre de 1948 en París y fue aprobado por 58 Estados miembros de la Asamblea General de la ONU, con 48 votos a favor y 8 abstenciones provenientes de la Unión Soviética, de los países de Europa del Este, de Arabia Saudita y de Sudáfrica. Además, otros dos países miembros no estuvieron presentes en la votación.
Los Derechos Humanos encarnan valores conquistados por la humanidad desde la antigüedad en occidente. Su normalización en cambio pertenece a la modernidad, cuando por efecto del Renacimiento, la Reforma Protestante, el Humanismo y la Ilustración, pasamos de una sociedad teocrática a una sociedad enfocada en nosotros mismos. Los derechos humanos son, por tanto, valores de convivencia, fundamentados en la dignidad humana, la razón y la justicia; son un código de conducta a escala planetaria.

100 Momentos que Marcaron el Mundo Contemporáneo

lunes, 2 de diciembre de 2013

1888 FIN DE LA ESCLAVITUD COMO INSTITUCIÓN EN EL MUNDO.



Sorprende mucho pensar lo reciente que resulta este hecho. Hace poco más de un siglo todavía había esclavos bajo el consentimiento de la ley. Pero la sorpresa es doble si se considera que este mismo momento histórico, 1888, puede tener dos perspectivas. Por un lado, podemos notar con horror que la historia de la esclavitud es mucho más larga que la historia de los derechos humanos. En otras palabras, podemos sorprendernos porque algo tan básico según nuestros valores actuales, como lo es la libertad de todos, no se dio bajo el consentimiento de la ley sino hasta 1888. La otra cara de esta misma sorpresa es darnos cuenta de lo mucho que hemos avanzado en los últimos dos siglos. Que la idea de la esclavitud nos parezca un horror es un gran logro si se considera el tiempo que ha pasado desde que la situación era distinta.
Así pues, este evento tiene el poder de hablarnos acerca de velocidad de los tiempos modernos por oposición al ritmo del cambio que hubo en siglos y milenios pasados. Lo más notable en ese sentido que cambios políticos, tecnológicos, económicos y éticos ocurren en sintonía por la estrecha relación entre estos elementos. Es cierto que este movimiento se puede rastrear hasta la Ilustración y, en ese sentido, podría decirse que la abolición de la esclavitud es el resultado de la aparición de nuevos ideales, como la libertad y la igualdad. No es menos cierto, sin embargo, que el fin de la esclavitud coincide con un nuevo orden económico. La esclavitud, un fenómeno que fue muy rentable durante siglos, de repente se volvió obsoleta en el mundo industrializado y fue entonces que nos empezó a horrorizar.
En todo caso, sea por razones ideológicas o económicas, es un motivo de alegría que aquella práctica haya terminado. Eso sí: no olvidemos que todavía hay millones de personas que son esclavos de manera no oficial. Tanto en el mismo Brasil como en otros lugares del mundo hay gente que trabaja en condiciones inaceptables a cambio de comida. La lucha por la igualdad todavía tiene mucho por delante.
        
(100 Momentos que Marcaron el Mundo Contemporáneo).                                                                                                  Casa de la Historia

martes, 1 de octubre de 2013

EL FACTOR HUMANO. Nelson Mandela y el partido que salvó a una nación.

En  este libro, John Carlin se pregunta por la forma como Nelson Mandela consiguió ganarse el corazón de sus más acérrimos enemigos, apelando a ese lado positivo del ser humano, que el mismo Carlin denomina como el factor humano que hizo posible el milagro sudafricano. Este libro abarca el periodo comprendido entre 1985 y 1995, lapso a lo largo del cual Mandela pasa de ser un preso político del apartheid, a ser el presidente  de una Sudáfrica unida bajo una nueva bandera.
El relato comienza describiendo la mañana del 24 de junio de 1995 (día del partido de la final de la Copa del Mundo de rugby). Se ve a un Mandela que mantiene sus viejas costumbres (cultivadas tanto a lo largo de su vida revolucionaria, como de las casi tres décadas que permaneció en prisión). Junto a él, Carlin empieza a presentar a otros personajes que jugaron un papel muy importante en el proceso de transformación en Sudáfrica. Entre ellos, el general Constand Viljoen, el ministro Niël Barnard, el capitán del equipo de rugby de Sudáfrica, François Pienaar, el arzobispo Desmond Tutu, el ministro Kobie Coetsee y el presidente P. W. Botha.
Afirma el autor que, para 1985, “los espectadores de televisión de todo el mundo, se acostumbraron a ver a Sudáfrica como un país de barricadas humeantes en el que los jóvenes negros lanzaban piedras contra policías blancos armados de fusiles, en el que los vehículos blindados de la FDSA [Fuerza de Defensa Sudafricana – Ejército] avanzaban como naves extraterrestres sobre muchedumbres negras aterrorizadas.” (p. 35) Es en ese año, bajo esas condiciones, que Mandela lanza su ofensiva de paz. Empieza con una serie de reuniones secretas que sostiene con el ministro de Justicia y Prisiones, Kobie Coetsee. Sin embargo, estos primeros intentos de diálogo con el gobierno tienen un gran antecedente, que no es otro sino el trabajo que Mandela va desarrollando desde la cárcel misma, tomándola como escenario político; pero también, aprovechando el tiempo de encierro para conocer mejor la historia y la lengua de los afrikáners (población blanca de origen holandés, que constituían el 65% de la población blanca sudafricana, y que mantenían el control del poder político del país), bajo la premisa de que “cualquier solución que se encontrara para los problemas africanos iba a tener que contar con los afrikáners” (p. 44).
A la hora de referirse a los afrikáners, Carlin afirma: “Tenían su cristianismo de Antiguo Testamento, llamado Iglesia Holandesa Reformada; y tenían su religión laica, el rugby, que era para los afrikáners lo que el fútbol para los brasileños. Y, cuanto más de derechas eran los afrikáners, más fundamentalista su fe en Dios, más fanática era su afición al deporte. Temían a Dios, pero amaban el rugby, sobre todo cuando llevaba camiseta de los Springboks [nombre del equipo de rugby de Sudáfrica].” (p. 63).
Tras las primeras reuniones con Kobie Coetsee, Mandela tiene la oportunidad de reunirse con Niël Barnard, jefe del Servicio Nacional de Inteligencia. Los buenos resultados que consigue le permiten, más adelante, reunirse con el mismo P. W. Botha, presidente de Sudáfrica en ese momento. Tras las reuniones con este último, concluye el trabajo político de Mandela tras las rejas. Hasta ese punto, ha logrado ganarse desde sus carceleros inmediatos (como Christo Brand y Jack Swart), a los jefes de la prisión (como el coronel Badenhorst y el mayo Van Sittert), hasta alcanzar a figuras como Coetsee, Barnard y el mismo Botha. Sostiene Carlin: “El siguiente paso era salir de la cárcel y empezar a ejercer su magia con la población en general, ampliar su ofensiva de seducción hasta que abarcase a toda Sudáfrica.” (p. 84).
Con la inminente liberación de Mandela (que se alcanzará finalmente en febrero de 1990), empiezan a salir a la luz los grandes miedos y temores de la población blanca, en particular la afrikáner. Tal liberación vino acompañada, por un lado, de nutridas concentraciones públicas de gentes que veían en Mandela su esperanza de derrotar el apartheid. Y por el otro lado, también dio pie para que se presentaran manifestaciones de la derecha blanca. Sobre esto último, Carlin explica: “Aquella gente temía estar a punto de perderlo todo. Eran burócratas del gobierno que tenían miedo de perder sus puestos de trabajo, pequeños empresarios que tenían miedo de perder sus empresas, granjeros que tenían miedo de perder sus tierras. Y todos ellos temían perder su bandera, su himno, su lengua, sus escuelas, su Iglesia Reformada Holandesa, su rugby. Y, latente, tiñéndolo todo, el temor a una venganza equivalente al crimen.” (pp. 123-124).
Formalmente (ya no en secreto), los diálogos entre el Congreso Nacional Africano  (CNA, fuerza política encabezada por Mandela) y el gobierno comienzan en mayo de 1990. Como negociador jefe del CNA se nombra a un antiguo líder sindical llamado Cyril Ramaphosa, mientras que el gobierno nombra como su negociador jefe al ministro de Defensa, Roelf Meyer. Al tiempo que esto ocurría, sale a relucir la que Carlin llama la ‘derecha negra’, representada en el movimiento zulú Inkatha, encabezado por Mangosuthu Buthelezi. Sobre ellos, Carlin afirma: “tenían tanto miedo como la derecha blanca de que, si el CNA llegaba al poder, quisiera ejercer una venganza temible contra ellos.” (p. 141) Más adelante, agrega: “A los seis meses de la liberación de Mandela, los guerreros de Inkatha habían extendido su guerra más allá del territorio zulú, a los distritos segregados de los alrededores de Johannesburgo, con ataques contra la comunidad en general, porque sabían que, en su gran mayoría, apoyaba al CNA. […] El objetivo estaba muy claro: provocar al CNA para que entrase en una serie de miniguerras en los distritos y, de esa forma, hacer que el nuevo orden previsto fuera ingobernable.” (pp. 141-142).
Desde algunos años atrás, se habían ido realizando acciones y gestiones para boicotear el rugby sudafricano. Varias campañas se realizaron (en cabeza de Arnold Stofile) para impedir que el equipo de rugby sudafricano fuera recibido en otros países, como parte de las giras promocionales que hacía. Esto debido, básicamente, a que el rugby era visto por la amplia población negra como un instrumento más del apartheid, como una herramienta para enaltecer los valores de los afrikáners en desmedro del resto de la población. Sin embargo, es en 1992 cuando se empieza a plantear la opción de abandonar el boicot al rugby, con la esperanza de convertirlo en instrumento de cambio positivo. Es  por esto que se realiza en agosto de ese año un partido de reconciliación (primer partido internacional serio en once años), contra los All Black de Nueva Zelanda, en el estadio Ellis Park, de Johannesburgo. Sin embargo, el resultado no fue lo esperado: ondearon banderas del apartheid, se celebró el orgullo afrikáner y la población negra revivió su rencor contra aquel deporte. Pese a esto, “sólo cinco meses después del desastre en el partido contra Nueva Zelanda, Mandela dio a la Sudáfrica blanca el mayor, mejor y más inmerecido regalo que podía imaginar: la Copa del Mundo de rugby de 1995.” (p. 148). Al mismo tiempo, De Klerk (presidente que había reemplazado a Botha) anuncia que habrá elecciones en abril de 1994.
Lentamente van avanzando las conversaciones entre el CNA y el gobierno. No obstante, en abril de 1993 es asesinado Chris Hani, líder del Partido Comunista Sudafricano, cuya muerte habría podido desencadenar una verdadera guerra civil, de no ser por la oportuna intervención de Mandela, que se dirige a todo el país, a través de los canales estatales. Es entonces cuando Mandela afirma: “Un hombre blanco, lleno de prejuicios y odio, vino a nuestro país y cometió un acto tan repugnante que toda nuestra nación se encuentra al borde del desastre. Una mujer blanca, de origen afrikáner, arriesgó su vida para que pudiéramos conocer y llevar ante la justicia al asesino.”
A pesar de que Mandela consiguió apaciguar los ánimos ante el asesinato de Hani, la derecha blanca siguió en su intento de organizarse para hacer inviable el nuevo orden que se veía venir. Es así como a partir de una gran concentración realizada el 7 de mayo de 1993 en Potchefstroom (una ciudad a 110 km al suroeste de Johannesburgo), se crea el Afrikaner Volksfront, “una coalición formada por el Partido Conservador y todas las demás milicias. El programa del Volksfront consistía en la creación de un Estado afrikáner independiente –un Boerestaat- en un territorio dentro de las fronteras de Sudáfrica. […] En aquellos dos primeros meses, el Volksfront reclutó para la causa a 150.000 secesionistas, de los cuales 100.000 eran hombres de armas, prácticamente todos con experiencia militar. ” (pp. 160 - 161).
En agosto de 1993, Mandela consigue reunirse secretamente con el general Constand Viljoen, quien encabezaba el Volksfront. Tras tres meses y medio de conversaciones secretas, llegan al acuerdo de que, en caso de guerra, no habrá vencedores.
Los últimos meses de 1993 y los primeros de 1994 traen consigo importantes acontecimientos. Para comenzar, se anuncia que en las elecciones del 27 de abril habrá espacio para todas las razas, por primera vez en la historia sudafricana. Además, se creó un comité para escoger un nuevo himno nacional y una nueva bandera. Al mismo tiempo, M. Buthelezi (del Inkatha) forma una coalición con la extrema derecha blanca, llamada Alianza para la Libertad. Más adelante, De Klerk y Mandela reciben el Premio Nobel de Paz, así como presiden la ceremonia en la que quedó aprobada la nueva constitución de transición del país. A esto, Carlin añade: “El resultado de tres años y medio de negociaciones fue un pacto por el que el primer gobierno elegido democráticamente sería una coalición que iba a compartir el poder durante cinco años: el presidente pertenecería al partido mayoritario pero la configuración del gabinete debía reflejar la proporción de votos obtenida por cada partido. Las nuevas disposiciones ofrecían asimismo garantías de que ni los funcionarios blancos, incluidos los militares, iban a perder su trabajo, ni los grandes granjeros blancos iban a perder sus tierras. Tampoco habría ningún juicio al estilo de Nuremberg.” (p. 181).
Pese a los intentos de algunas facciones de extrema derecha, las elecciones se realizan, dando como ganador al CNA de Mandela. El 10 de mayo de 1994, quien menos de cinco años atrás fuera un prisionero del apartheid, considerado por muchos como terrorista de alta peligrosidad, se posesionaba como presidente. El 24 de mayo siguiente toma posesión el primer parlamento democrático de Sudáfrica. Sin embargo, hacía aún falta algo que uniera a la gente, en torno a la idea de nación sudafricana. Es allí donde el rugby entra a jugar un papel de primera línea.

Los últimos ocho capítulos de este libro están dedicados a describir, con lujo de detalles, cómo Mandela, de la mano del rugby (y de los Springboks) conquistó el corazón de Sudáfrica, tanto negra como blanca, tal como se aprecia en la película Invictus, dirigida por Clint Eastwood, y protagonizada por Morgan Freeman y Matt Damon. 

Como material suplementario a este libro recomendamos ver el partido de la final de la Copa del Mundo de 1995. Conociendo su contexto se hace mucho más emocionante verlo completo, para revivir las emociones de un pueblo que ha logrado superar sus diferencias en pro de la construcción de un gran proyecto nacional sudafricano. El partido completo puede verse en: http://youtu.be/LmQHWex_UFo

RESEÑA: Carlin, John. EL FACTOR HIUMANO. Nelson Mandela y el partido que salvó a una nación. Bogotá, Seix Barral, 2009 [2008]. Traducción de María Luisa Fernández Tapia. 334 págs.

                                                                                         Juan Camilo Biermann                                                                                                                             Historiador




miércoles, 11 de septiembre de 2013

12º Aniversario del 11-S

Al conmemorar el 12º aniversario de los atentados terroristas del 11 de Septiembre de 2001, cuando dos aviones impactaron en las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York, se conmemora también el inicio de un nuevo orden mundial, basado en la lucha contra el terrorismo. Incluso, algunos analistas han coincidido en afirmar que con este acontecimiento se inició realmente el siglo XXI.
En cuanto al plano internacional, graves consecuencias derivaron de este trágico episodio. Una de ellas fue la paranoia internacional desatada con respecto al miedo de sufrir un ataque del mismo tipo, que ha llevado a varias naciones, principalmente Estados Unidos, a radicalizar sus medidas de seguridad. Por otra parte, el Islam y sus creyentes han sido desde entonces estigmatizados y perseguidos, sin que la muerte de Osama Bin Laden, presunto autor y responsable de los atentados, haya podido detener la cruzada emprendida por Estados Unidos para conjurar la gigantesca ofensa que, valga decir, tampoco logró satisfacción con la invasión a Irak, en donde se aseguraba que había armas químicas, pero cuya existencia nunca se pudo comprobar.
Doce años después el balance sigue siendo negativo. Para Estados Unidos resultó sumamente caro incursionar en conflictos en Medio Oriente y hoy, ad portas de una nueva conflagración en tierra árabe, ni la sociedad estadounidense ni su presidente están convencidos de las ventajas que pueda tener para Estados Unidos un ataque a Siria, considerando los altos costos económicos y políticos que han tenido que pagar anteriormente, mientras que para el resto del mundo, las consecuencias del 11 de Septiembre representan un grave retroceso en el camino del respeto a los Derechos Humanos, la tolerancia y la igualdad, en tanto que a partir de ese instante se ha dado en muchos países un incremento en las prácticas xenófobas y de rechazo hacia quienes profesan distintas religiones.
La salida a esta situación todavía no es clara. Hay un mapa político que aún se mueve y reacciona a la onda expansiva del derrumbe de esas dos torres, cuya imagen no podemos olvidar. La herida de Nueva York todavía no ha sanado y hoy Estados Unidos recordó con un minuto de silencio a sus víctimas, mientras que en el resto del mundo esperamos una salida pronta y diplomática al conflicto sirio y hacemos votos por el fin de la violencia y el sufrimiento para dicho país.
Luz de María Muñoz




sábado, 10 de agosto de 2013

68 AÑOS DESPUÉS DE NAGASAKI.

El 9 de Agosto de 1945, hace 68 años, la Fuerza Aérea de Estados Unidos lanzó sobre la ciudad japonesa de Nagasaki la segunda bomba atómica en la historia de la humanidad. La explosión sobre población civil cobró instantáneamente la vida de al menos 70 000 personas y significó la capitulación inmediata de Japón, hecho que precipitó el fin de la II Guerra Mundial. Tres días antes había sido detonada la bomba de Hiroshima y ambas han quedado grabadas en el inconsciente mundial como el símbolo de la aniquilación total.
Desde entonces, Japón recuerda a sus miles de víctimas, pero también el mundo vuelve a cuestionarse sobre la peligrosidad del manejo inadecuado de la energía nuclear. Después de más de medio siglo de tragedias y tensiones, el tema de la utilización de la energía atómica sigue generando fascinación y horror, ya que es eficaz y letal al mismo tiempo. En esta dicotomía eterna lo único que se ha evidenciado es que la humanidad aún no está preparada para asegurar un uso responsable de esta energía. Hoy mismo, al llevarse a cabo la ceremonia en memoria de las víctimas de Nagasaki, el alcalde de esta ciudad nipona criticó severamente el hecho de que Japón evadió la firma de un compromiso internacional en el que, junto con otras 80 naciones, se comprometería a “no usar nunca más las armas nucleares”, justo en el momento en que tampoco se sabe exactamente qué deben hacer con un reducto de aguas contaminadas de radiación por el reciente accidente de la central nuclear de Fukushima.
De manera que, una vez más, la memoria de la destrucción nos debe servir para que nunca más la humanidad pase de nuevo por un episodio similar.
Desde la Casa de la Historia hacemos fuerza por la concientización del uso responsable y pacífico de la energía atómica, que como todos los adelantos técnicos y científicos, debe estar al servicio de la humanidad.


                                                                                        Luz de María Muñoz.

sábado, 20 de julio de 2013

Los otros gritos. Movimientos sociales e insurrecciones diferentes al 20 de julio


“Todos queremos cambiar el mundo” John Lennon.
En cierta medida, el 20 de julio de 1810 parece una fecha inadecuada para conmemorarse como el día nacional de la “independencia”. En primer lugar, los incidentes del famoso florero y todas las demás acciones de ese día, que todos aprendimos en nuestras clases colegiales de la historia bien llamada “veintejuliera”, solo tuvieron epicentro en Santafé; y en segundo lugar, como ya la mayoría sabe, ese día no se declaró ninguna independencia, sino que solamente se creó un gobierno de locales para guardarle el puesto al Rey de España mientras este estaba preso a manos de Napoleón. 
Si queremos buscar el primer grito de independencia absoluta sería más adecuado remitirnos a la población de Mompós, que el 6 de agosto de ese mismo 1810, fue la primera de la Nueva Granada que se decidió a cortar con el gobierno de España por completo, como también lo haría al año siguiente Cartagena. En Santafé solo se vino a declarar la independencia absoluta en 1813, cuando Antonio Nariño llegó a la presidencia del Estado de Cundinamarca y decidió radicalizar la tibia posición que hasta ese momento tenían los notables criollos con respecto a la Metrópoli.
Y si queremos buscar el primer movimiento “nacional” revolucionario es más conveniente recordar la gran rebelión de los Comuneros de 1781. Este movimiento llegó a congregar a cientos de miles de neogranadinos y no se limitó a ser un recorrido de hombres y mujeres desde el actual Santander hasta Zipaquirá, sino que se extendió hasta cubrir regiones como Antioquia y los Llanos, y hasta Pasto y Popayán llegaron ecos de la insurrección. El conato de revolución se inició cuando el visitador del gobierno español, Gutiérrez de Piñeres, decidió aumentar abruptamente los impuestos de la región para ayudar a cubrir los gastos en los que estaba incurriendo el gobierno peninsular en su guerra contra Inglaterra (por esta misma razón Inglaterra hizo lo propio en las colonias norteamericanas y le costó la independencia de los Estados Unidos). Siendo un pueblo artesano y comerciante, en cierta medida el polo de desarrollo “industrial” más importante del virreinato, el Socorro y sus poblados vecinos entraron en franca rebeldía contra el gobierno español y exigieron una serie de cambios en el manejo político y económico del país. Se suele decir que la rebelión de los Comuneros (muchos la llaman “revuelta”) no fue tan importante porque no pidieron la independencia del Imperio español, pero la verdad es que cuando uno mira de cerca sus Capitulaciones, o pliego de peticiones, firmadas y después traicionadas por el virrey-arzobispo Antonio Caballero y Góngora, se da cuenta de que el cambio político por el que abogaban era mucho más revolucionario que el que llevaron a cabo los criollos de la Junta Suprema de Santafé.
Pero estos momentos no han sido los únicos en los que el pueblo de la actual Colombia se ha levantado pidiendo libertad o una mejor calidad de vida. Si queremos hacer una historia de la rebeldía en nuestro país tendríamos que remontarnos hasta la resistencia que los pueblos indígenas le hicieron a la conquista española en el siglo XVI. Aunque las huestes conquistadoras consiguieron más o menos fácilmente la dominación de los pueblos chibchas en el altiplano central, otra fue la historia de las guerras con los pueblos de raíz Caribe, que hasta el presente se preservan gracias a que nunca se dejaron reducir a encomiendas o a tributo. También dentro de la población africana traída a trabajar como esclava en nuestro territorio se vivió la rebelión, siendo tal vez la más famosa de ellas la de Benkos Biohó, proveniente de una familia real de Guinea, que no se dejó esclavizar y terminó fundando varios palenques y dando origen a San Basilio de Palenque, que en el presente se ha erigido como patrimonio de la humanidad.
Ya en la República, después de que el proceso de Independencia no cambiara profundamente el orden social del país, se dieron otros levantamientos y movimiento sociales que sacudieron nuestra historia, y que son dignos de recordar. En este artículo no voy a hablar de las supuestas “insurrecciones y revoluciones” impulsadas por los señores de la guerra, que van desde los federalistas y centralistas del siglo XIX hasta los actores armados del presente, que en dos siglos de vida independiente no han hecho sino inundar al país de sangre sin grandes cambios sociales, y que se han dedicado a practicar lo que un visitante extranjero alguna vez llamó “la principal industria colombiana”: las guerras civiles. Son más interesantes los levantamientos sociales salidos de la entraña misma del pueblo, de las amas de casa y de los trabajadores del común, cuando ven afectados sus medios más básicos de sostenimiento y de manutención de sus familias, pues las masas no han salido a las calles en las grandes revoluciones de la historia en nombre de ideales abstractos, sino porque la despensa estaba vacía en casa.
Así reaccionaron en nuestro país los artesanos que protestaron contra el libre comercio con Europa en el siglo XIX, pues la importación de productos manufacturados sin mayores impuestos significaba su ruina irremediable, al punto de que llegaron a apoyar un golpe de Estado, rápidamente conjurado, propinado por el general José María Melo contra José María Obando en 1854, pues el primero estaba a favor del proteccionismo económico y el segundo, del libre cambio. (Resulta paradójico que mientras que los ideales impulsados por las élites en el 20 de julio y en la Independencia de 1810 eran de libertad de comercio con el extranjero, la mayoría de revueltas populares de los siguientes dos siglos han sido precisamente a favor del proteccionismo económico). De igual manera reaccionaron los sastres de Bogotá que marcharon en 1919 exigiendo que el gobierno no importara los uniformes del ejército sino que se los encargara a ellos. Esta marcha resultó en la matanza de una decena de trabajadores, dando inicio a una serie de represiones que durante el siglo XX intentaron ahogar los gritos de rebeldía que el pueblo lanzaba por las represiones políticas y económicas. Reprimidos militarmente también fueron los famosos trabajadores de las bananeras, que en 1928 se fueron a la huelga contra la United Fruit Company y fueron masacrados en un número aún no determinado, pero que ha dado para todo tipo de reminiscencias, tanto históricas como literarias.
En la década de 1930 se dio en Colombia tal vez la única “revolución” que haya triunfado con ese nombre en la política nacional: la “revolución en marcha” del presidente Alfonso López Pumarejo. Sin embargo, la modernización política y económica que trajo el líder del Partido Liberal no alcanzó a dejar satisfechas a las grandes masas empobrecidas, que rápidamente encontraron en Jorge Eliécer Gaitán un caudillo que sí prometía grandes cambios sociales, los mismos que estaban pendientes desde la Independencia. Sin embargo, Gaitán fue asesinado y una feroz contrarrevolución, que buscaba acabar con el legado tanto de López como de Gaitán, se vivió en Colombia durante La Violencia y el Frente Nacional.


Las últimas décadas del siglo XX fueron en Colombia las del enfrentamiento entre las guerrillas armadas y las fuerzas del Estado, con un legado sangriento y un callejón sin salida que todos conocemos. Mientras tanto, los ciudadanos de a pie, los que se indignan por el precio de la comida y la falta de trabajo, pero no quieren tener nada que ver con armas ni con guerras, siguen buscando el modo de que sus peticiones sean escuchadas y respetadas, como lo deben ser en una democracia. Son estas últimas las masas indignadas que están saliendo a las calles y sacudiendo al mundo en la actualidad, en una nueva oleada revolucionaria que inevitablemente, al igual que lo han hecho durante siglos, terminará cambiando el futuro.        

                                                                   Por: Nicolás Pernett. Historiador                                                                                                                  

jueves, 18 de julio de 2013

1990 EL FIN DEL APARTHEID: EL NACIMIENTO DE LA NACIÓN ARCOIRIS


El Apartheid, que en lengua afrikáans significa "separación", fue un sistema de segregación racial que afectó a la población negra de Sudáfrica desde 1948, cuando el Partido Nacional lo impuso como política oficial. Este sistema, que marginó a la mayor parte de la población sudafricana y la mantuvo en condiciones de miseria, se prolongó hasta 1990. La presión internacional y los movimientos internos de resistencia condujeron a su desmantelamiento y al posterior proceso de  transición a la democracia, impulsados por el luchador social Nelson Mandela.
 Sudáfrica había sido colonizada por blancos desde el siglo XVII, cuando llegaron los primeros inmigrantes holandeses. En el siglo XIX se convirtió en colonia británica tras el triunfo de los ingleses en esta zona. En 1910 Sudáfrica obtuvo autonomía limitada. Con ello inició un período en que ingleses y Boers (los descendientes de holandeses) compartieron el poder. Ambos velaron por el mantenimiento y consolidación de la hegemonía blanca. El racismo como manifestación de poder y superioridad, era desde hacía mucho tiempo una práctica habitual de la minoría blanca sudafricana. La legalización del Apartheid dividió profundamente a la sociedad. De su institucionalización surgió una estricta reglamentación que reducía al mínimo el contacto entre las razas, restringiendo a los negros la entrada y salida de las ciudades, su  tránsito y movilidad en ellas y los lugares u oficinas públicas a donde podían entrar. Jurídicamente, el Apartheid prohibía a los negros la tenencia de tierras en zonas residenciales de blancos, así como el ejercicio de profesiones o la apertura de negocios que representaran competencia o que se instalaran igualmente en  lugares restringidos. Los negros tampoco podían votar ni ser elegidos para puestos públicos. Sus derechos eran limitados y desde 1959 no eran reconocidos como ciudadanos sudafricanos.
 En 1960 en Sharpeville, tuvo lugar la primera gran manifestación en contra del Apartheid, que concluyó con la matanza de al menos 69 personas. A partir de ese momento, la lucha por los derechos de los sudafricanos, la caída del Apartheid y la democracia se convirtieron en los objetivos fundamentales para líderes como Nelson Mandela, quien pasó 27 años en prisión por su abierta oposición al régimen racista. Por otro lado, la opinión pública internacional comenzó a presionar y a censurar al gobierno sudafricano por sus acciones. En 1961 Sudáfrica fue expulsada de la Commonwealth. En 1972 se le excluyó de los Juegos Olímpicos de Múnich y, en 1977, el régimen sudafricano fue oficialmente condenado por la comunidad occidental y castigado con un embargo de armas y material militar. En 1985 la ONU convocó a un embargo económico al que se sumaron muchos países que incluso retiraron sus empresas e inversiones de Sudáfrica. Todo esto provocó una grave crisis que llevó a la intensificación de los disturbios civiles y obligó a las autoridades sudafricanas a aplicar algunas reformas. En 1989, Frederik de Klerk asumió la presidencia y, sin más alternativa, inició el desmantelamiento del Apartheid. Mandela fue liberado y llamado a jugar un rol fundamental debido al peso de su figura y su poder de convocatoria. En 1994 participó como candidato a la presidencia, cargo que obtuvo por mayoría absoluta. Con él, la población negra recuperó sus derechos civiles y políticos y Sudáfrica se convirtió en una República multirracial que busca convivir en el respeto por la diversidad de los pueblos que la conforman, por lo que se le ha llamado desde entonces la nación del arcoíris.



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